domingo, 12 de octubre de 2014

"... A la mierda lo demás": Surgimiento y supervivencia del Subte en Lima





Ecos de la violenta noche: Botas trituran vidrios rotos, alarmas lejanas, podredumbre se respira en el aire, rayos cónicos de luz perforan el piso desde faros colgantes, putas insultan a ebrios insolentes, semáforos intermitentes, un riff de guitarra en mi que evoluciona en un sol, un sonido perturbador va tomando forma conforme se expande, se trasforma en un estribillo peculiar (sucio policía, sucio policía, sucio policía verde) que después se pierde y vuelve a ser ruido indescifrable. Y ni un solo aplauso, ni una sola risa.

El nuevo día chorrea luz por la ciudad en cámara lenta. Un callejón descubre tímidamente uno por uno sus muros empapelados y la luz que chorrea termina por destruir su pedestre opacidad. Un Volkswagen rojo con ralladuras en las puertas aparece en escena; la mitad del cuerpo de una mujer se asoma por debajo de la puerta abierta, su cabellera toca el piso, sus talones el claxon ultrajando el silencio que va acorde con la llamarada de pitos, gritos y frenazos que auguran la hora punta de un lunes más. Debe ser un dóberman, ya he visto uno –sentencia un niño con uniforme escolar. Que es un rottweiler –refuta una niña que lo tiene de la mano con el mismo uniforme–, mi tía tiene uno en la casa. Son cuatro los niños de la mano rodeando un poste cabezas arriba bocas abiertas ojos de huevo y ninguna mochila en sus espaldas. Despliegan unas cortinas desde algún balcón de un edificio con tanto moho que redecoraron el frontis casi por completo de un verde sin brillo con bordes blancuzcos, todo ello abriéndose paso en forma de lunares gigantes. Despliegan unas ventanas desde el mismo balcón (el primer balcón que da la bienvenida al nuevo día). Una gran cabellera se asoma y después, la mujer lanza un grito carrasposo pero potente. A los minutos llega un policía. Ahuyenta a los niños. Toca un timbre. Espera. La mujer ronca abre las rejas con una escalera para retirar al perro mojado, tieso y pestilente atado a un poste entre las avenidas México y Abtao que esa mañana de un día de abril de 1988 despertó a los vecinos de La Victoria temerosos y confundidos. Un cartel colgaba del pescuezo del animal. Rezaba “Deng Xiao Ping hijo de perra”. Recuerdo con rabia esa vez; después de poder salir del escarabajo pestilente ese, fue lo primero que se me viene a la mente –cavila Romina: casaca, polo y pantalones negros, todo su caucásico cuerpo enfundado en cuerina brillante exhalando vapor y humo en cada respiro–; me dio mucha pena, me lo quise quedar (ríe desmesuradamente y se tapa la boca con los dedos extendidos), no, mentira, en realidad seguía sentimental, fui a chismear y quise llorar cuando lo vi.


–“Puta madre, nosotros somos Leusemia y tocamos temas propios, no como los huevones que vienen después de nosotros. ¡Canten en castellano, carajo!” Yo me quedé parada viendo a ese flaco, mis amigas y amigos se cagaban de risa. Por eso recuerdo esa tocada. La gente aplaudía al tipo. Era amiga de una banda que hacía covers e iban a tocar esa tarde, me jodió un poco pero era porque salía con el guitarrista pero son huevadas, al rato estaba aplaudiendo como todos y aullaba al final de las canciones –Romina se balancea hacia adelante y hacia atrás cuando habla. Mejor dicho cuando cuenta una historia. Imita a un director de orquesta: crea un ritmo dibujando hondas con ambos brazos. Luego recibe un cigarrillo y continúa narrando con una mano, sin perder la ilación y agregando notoriamente picos de emoción en la historia a través de su voz. Como un sube y baja. Sabe captar la atención, conoce de persuasión. Da la impresión de que te dirá su número de celular con solo preguntárselo. Y no deja de balancearse hacia adelante y hacia atrás–.

–Desde ahí fue que no pude dejar de oír a Leusemia. Diría que así me gustó esto y me quedé.
Cuando Romina cumplió dieciocho mediando 1982, sus amigos y amigas la llevaron a la tocada que tendría como sede la Unidad Vecinal Número 3, un populoso barrio en La Victoria. Improvisaban un escenario con bloques gruesos de madera sobre tubos unidos con trapos atados, para las bandas que asistirían a probar suerte o a pasar el rato: pioneros sin saberlo de la movida cultural más destacada que nos dejó el pasado siglo. Esa que tuvo por epicentro la ciudad de Lima y halló en los damnificados por la saliente dictadura y en los expectantes de la nueva democracia prometida, la vitalidad necesaria para existir. Pero siempre tibios, sosegados. Victimizados. Romina era ajena a todo esto cuando salió del colegio. Su itinerario de todos los días consistía en levantarse temprano, hacer su cama, cumplir con las tareas, asearse, clases de inglés a domicilio y acompañar a su mamá a todas las reuniones con la tía Pirula y su aletargado esposo, el eterno tío Billy.

          –Era una mierda tener que vestir vestiditos con medias cubanitas. Me deprimía tanto salir a la calle así. Odiaba a mis primos. No me reprochaba eso, parecía que ellos también me odiaban a mí (vuelve a llevar sus dedos estirados hacia su boca que ya empieza a ensanchar con una gran y genuina carcajada. Sus uñas rojas se hacen más llamativas cuando las choca con sus labios negros). Todos sufríamos la opresión de nuestra familia y así protestábamos: Quedarnos inamovibles. No queríamos hacer nada, ni jugar con los primitos.

Romina comparte el mismo testimonio de casi todos los personajes oscilantes entre Cercado de Lima, Barranco, Lince, Pueblo Libre, San Juan de Lurigancho, Chorrillos y San Martín de Porres que hacen suyas las bancas y paredes con sus grabados, registran su paso por las calles con sus escupitajos, profanan parques y urbanizaciones con sus cánticos y su rastro hediondo, mantienen el equilibrio que una democracia amerita entre gobierno y gobernados participando de ella, opinando con sus composiciones y protestas, con sus asiduas congregaciones en conchas acústicas, parques, complejos, explanadas y pequeños estadios abandonados; reflejan el espejismo de lo que debería ser la civilización limeña tal cual un espejo: exactamente al revés. Pero civilización al fin y al cabo.


          –A Pico Ego Aguirre, de Los Shain’s, lo conocí de las matinales (breves recitales de bandas nacionales que se daban en los cines de la antigua Lima hasta finales de los años 70), a otros en el Tennis Club de La Victoria –rememora Estanislao Antonio Ruiz Floriano, editor de las otroras revistas Rock y El Boletín del Sur, en el libro Se Acabó el Show de Carlos Torres Rotondo. De Estanislao no existe registro visual alguno en Internet. Solo una caricatura: flaco de cuello largo, pelucón y con ojos que trasmiten un estado de resaca perenne–. A Los Saicos solo los vi tocar, fueron únicos pero duraron poco. Su gran valor fue animarse a ser diferentes […]. Pero no fueron los inventores del Punk ni nada por el estilo. No tenían la actitud, se vestían igual que los demás […]. Nunca se presentaron como rebeldes porque no lo eran, pero conectaban con la rebeldía de los jóvenes que los escuchaban, por eso su éxito […]. ¿Pero acaso los Teen Tops o Los Saicos sonaron alguna vez a Nueva Ola? Y debió ser una estrategia inteligente, porque ¿cuántos grupos peruanos se internacionalizaron? Acabaron más bien convirtiendo al rock en algo elitista […]. Porque además había bandas que no solo repetían mensajes ajenos sino que querían ser como otros grupos, copiar la imagen, se vestían y actuaban tal cual, tocando su cover exactamente como aparecía en el disco. Agudo problema de identidad. Y sin embargo, desde esa época se percibía en el ambiente que el público pedía y esperaba canciones en castellano, deseo que no fue atendido por las bandas locales.

Tan sentido habla el buen “Estanis” sobre las primigenias bandas de música peruanas, la generación que tuvieron que representar y la fracción de historia que les tocó vivir, que deja un sinsabor deprimente al leerle. Parece estar tan seguro que el fantasma hippie de los sesentas tenía una escala en nuestro país dentro de su espontánea corriente libertadora del norte hacia tierras gauchas que originó el Rock Nacional y estableció los pilares de la gigantesca cultura y la sofisticada industria musical de la que gozan los argentinos. Parece ocultar la verdad que opacó el escenario peruano ante la vista del fantasma hippie, parece querer gritar y golpear y asesinar al culpable.


–Me acerqué al rock subterráneo a través de un primo mayor. Mis primeros contactos fueron casetes que nos intercambiábamos amigos del colegio y del barrio y que grabábamos encima de las cintas familiares –declara sosegadamente el periodista y literato peruano Ernesto Carlín: saco encima de una camisa a cuadros, insignia del Sport Boys pendida de la correa de su maleta. Semblante risueño siempre–. En mi época escolar fui a un par de conciertos. Eutanasia si no me equivoco. Pero me regresaba bastante temprano porque así estaban las cartas en mi casa. Era toda una aventura para mí, pues era muy bacán salir de un contexto en el que no encontraba muchas personas con mis mismos intereses, aunque sea por breve momento, a otro espacio que en mi idealización sí había gente con mi mismo rollo. Ya cuando acabé el colegio y estando en la universidad, fui algo más seguido.

Ernesto Carlín escribió Lima Subte inspirado por la muerte de Loquillo, uno de los iconoclastas más conocidos de la movida subterránea limeña –teniendo en cuenta que el que te conozcan más de diez personas bastaba para ostentar la categoría de “conocido” en este ámbito.


A finales de los ochentas fue que “Cachorro”, integrante de Narcosis y luego de Espirales y Feudales, se hizo de un nombre en el santoral limeño subterráneo. Cachorro se dedicaba a traer discos caletas. Llegó a ser competencia directa de las tiendas de casetes: desgraciados tocaban la puerta de Cachorro todas las semanas para conseguir música. Su cuarto era el sueño de todo adolescente solitario: lleno de cosas del Hombre Araña, afiches de conciertos, una mujer y un varón en pleno acto sexual inmortalizados en forma de cenicero, chucherías varias y música que nadie antes había escuchado sonando siempre. Gracias a él y gente como él se iba formando el oído musical de cientos de chicos y chicas que se iniciaban en la noble costumbre del sabueso fiel a sus inclinaciones. Leo Bacteria, otro ícono de la movida, le incluyó en Por Petit Thouars, canción que puso a la banda Pestaña en el mapa.

–En jato de sus viejos, él ya mayorcito y todo, traía harta españolada en vinilo antes que se ponga de moda. Por Petit Thouars… mi avenida favorita… no hay otra igual –corea Ernesto perdiéndose en un punto fijo en el aire–. En algún momento me hice pata de variada gente relacionada a la movida. Carlos Torres, por ejemplo, que ha escrito tanto sobre el fenómeno, es un muy buen amigo que incluso ha presentado un par de libros míos. Claro que mis intereses se dividían entre seguir al Sport Boys y los conciertos. Paré, por mi pata Carlos, con la gente que tocaba en Espirales. Luego, por cosas de mi hinchaje, frecuenté a Kimba de Leusemia, con quien fui al estadio un par de veces. Algunas actitudes que les observé en esas salidas las usé de insumo para novelas mías que he publicado y que tienen ese "contrabando ideológico".

Las primeras maquetas que circulaban de mano en mano fueron uno de los momentos cumbres. “Parteaguas” como se le dice. Gracias al primer ataque subterráneo con Leuzemia, Zcuela Crrada, Guerrilla Urbana, Narcosis, y luego el segundo con otros 13 grupos, más las dos maquetas de Narcosis –La Primera Dosis y Actos de Magia– y el disco de Leusemia, se va formando una tradición, un conjunto de temas clásicos.

–Yo le sumaría la maqueta de Delirios Krónicos, presente en el segundo ataque subterráneo, pero ese es mi gusto personal. Recuerda que estamos hablando de la prehistoria, antes de Internet.


Jamás llegaron a Palacio. Jamás fueron escuchados de verdad. Pero jamás fue el objetivo de su arte, no procesan lo que tiene que ver con política. Por ahí alguien les dijo que significa “el arte de gobernar” y como a todo buen arte que se da aquí, ellos resolvieron por pagar con la misma moneda: Indiferencia.