Ecos de la violenta noche: Botas trituran vidrios rotos, alarmas
lejanas, podredumbre se respira en el aire, rayos cónicos de luz perforan
el piso desde faros colgantes, putas insultan a ebrios insolentes, semáforos intermitentes, un riff de
guitarra en mi que evoluciona en un sol, un sonido perturbador va tomando forma
conforme se expande, se trasforma en un estribillo peculiar (sucio policía, sucio policía, sucio policía
verde) que después se pierde y vuelve a ser ruido indescifrable. Y ni un
solo aplauso, ni una sola risa.
El nuevo día chorrea luz por la ciudad en cámara lenta. Un callejón
descubre tímidamente uno por uno sus muros empapelados y la luz que chorrea
termina por destruir su pedestre opacidad. Un Volkswagen rojo con ralladuras en
las puertas aparece en escena; la mitad del cuerpo de una mujer se asoma por
debajo de la puerta abierta, su cabellera toca el piso, sus talones el claxon
ultrajando el silencio que va acorde con la llamarada de pitos, gritos y
frenazos que auguran la hora punta de un lunes más. Debe ser un dóberman, ya he visto uno –sentencia un
niño con uniforme escolar. Que es un rottweiler
–refuta una niña que lo tiene de la mano con el mismo uniforme–, mi tía tiene
uno en la casa. Son cuatro los niños de la mano rodeando un poste cabezas
arriba bocas abiertas ojos de huevo y ninguna mochila en sus espaldas.
Despliegan unas cortinas desde algún balcón de un edificio con tanto moho que
redecoraron el frontis casi por completo de un verde sin brillo con bordes
blancuzcos, todo ello abriéndose paso en forma de lunares gigantes. Despliegan
unas ventanas desde el mismo balcón (el primer balcón que da la bienvenida al
nuevo día). Una gran cabellera se asoma y después, la mujer lanza un grito carrasposo
pero potente. A los minutos llega un policía. Ahuyenta a los niños. Toca un
timbre. Espera. La mujer ronca abre las rejas con una escalera para retirar al
perro mojado, tieso y pestilente atado a un poste entre las avenidas México y
Abtao que esa mañana de un día de abril de 1988 despertó a los vecinos de La
Victoria temerosos y confundidos. Un cartel colgaba del pescuezo del animal.
Rezaba “Deng Xiao Ping hijo de perra”. Recuerdo con rabia esa vez; después de
poder salir del escarabajo pestilente ese, fue lo primero que se me viene a la
mente –cavila Romina: casaca, polo y pantalones negros, todo su caucásico
cuerpo enfundado en cuerina brillante exhalando vapor y humo en cada respiro–; me
dio mucha pena, me lo quise quedar (ríe desmesuradamente y se tapa la boca con
los dedos extendidos), no, mentira, en realidad seguía sentimental, fui a
chismear y quise llorar cuando lo vi.
…
–“Puta madre,
nosotros somos Leusemia y tocamos temas propios, no como los huevones que
vienen después de nosotros. ¡Canten en castellano, carajo!” Yo me quedé parada
viendo a ese flaco, mis amigas y amigos se cagaban de risa. Por eso recuerdo
esa tocada. La gente aplaudía al tipo. Era amiga de una banda que hacía covers
e iban a tocar esa tarde, me jodió un poco pero era porque salía con el
guitarrista pero son huevadas, al rato estaba aplaudiendo como todos y aullaba
al final de las canciones –Romina se balancea hacia adelante y hacia atrás
cuando habla. Mejor dicho cuando cuenta una historia. Imita a un director de
orquesta: crea un ritmo dibujando hondas con ambos brazos. Luego recibe un
cigarrillo y continúa narrando con una mano, sin perder la ilación y agregando
notoriamente picos de emoción en la historia a través de su voz. Como un sube y
baja. Sabe captar la atención, conoce de persuasión. Da la impresión de que te
dirá su número de celular con solo preguntárselo. Y no deja de balancearse
hacia adelante y hacia atrás–.
–Desde ahí fue que
no pude dejar de oír a Leusemia. Diría que así me gustó esto y me quedé.
Cuando Romina cumplió dieciocho mediando 1982,
sus amigos y amigas la llevaron a la tocada que tendría como sede la Unidad
Vecinal Número 3, un populoso barrio en La Victoria. Improvisaban un escenario
con bloques gruesos de madera sobre tubos unidos con trapos atados, para las
bandas que asistirían a probar suerte o a pasar el rato: pioneros sin saberlo de
la movida cultural más destacada que nos dejó el pasado siglo. Esa que tuvo por
epicentro la ciudad de Lima y halló en los damnificados por la saliente dictadura
y en los expectantes de la nueva democracia prometida, la vitalidad necesaria
para existir. Pero siempre tibios, sosegados. Victimizados. Romina era ajena a
todo esto cuando salió del colegio. Su itinerario de todos los días consistía
en levantarse temprano, hacer su cama, cumplir con las tareas, asearse, clases
de inglés a domicilio y acompañar a su mamá a todas las reuniones con la tía
Pirula y su aletargado esposo, el eterno tío Billy.
–Era una mierda
tener que vestir vestiditos con medias cubanitas. Me deprimía tanto salir a la
calle así. Odiaba a mis primos. No me reprochaba eso, parecía que ellos también
me odiaban a mí (vuelve a llevar sus dedos estirados hacia su boca que ya
empieza a ensanchar con una gran y genuina carcajada. Sus uñas rojas se hacen
más llamativas cuando las choca con sus labios negros). Todos sufríamos la
opresión de nuestra familia y así protestábamos: Quedarnos inamovibles. No
queríamos hacer nada, ni jugar con los primitos.
Romina comparte el mismo testimonio de casi todos los personajes
oscilantes entre Cercado de Lima, Barranco, Lince, Pueblo Libre, San Juan de
Lurigancho, Chorrillos y San Martín de Porres que hacen suyas las bancas y
paredes con sus grabados, registran su paso por las calles con sus escupitajos,
profanan parques y urbanizaciones con sus cánticos y su rastro hediondo,
mantienen el equilibrio que una democracia amerita entre gobierno y gobernados
participando de ella, opinando con sus composiciones y protestas, con sus
asiduas congregaciones en conchas acústicas, parques, complejos, explanadas y
pequeños estadios abandonados; reflejan el espejismo de lo que debería ser la
civilización limeña tal cual un espejo: exactamente al revés. Pero civilización
al fin y al cabo.
…
–A Pico Ego Aguirre, de Los Shain’s, lo conocí de
las matinales (breves recitales de bandas nacionales que se daban en los cines
de la antigua Lima hasta finales de los años 70), a otros en el Tennis Club de
La Victoria –rememora Estanislao Antonio Ruiz Floriano, editor de las otroras
revistas Rock y El Boletín del Sur, en el libro Se Acabó el Show de Carlos
Torres Rotondo. De Estanislao no existe registro visual alguno en Internet.
Solo una caricatura: flaco de cuello largo, pelucón y con ojos que trasmiten un
estado de resaca perenne–. A Los Saicos solo los vi tocar, fueron únicos pero
duraron poco. Su gran valor fue animarse a ser diferentes […]. Pero no fueron
los inventores del Punk ni nada por
el estilo. No tenían la actitud, se vestían igual que los demás […]. Nunca se
presentaron como rebeldes porque no lo eran, pero conectaban con la rebeldía de
los jóvenes que los escuchaban, por eso su éxito […]. ¿Pero acaso los Teen Tops o Los Saicos sonaron alguna
vez a Nueva Ola? Y debió ser una estrategia inteligente, porque ¿cuántos grupos
peruanos se internacionalizaron? Acabaron más bien convirtiendo al rock en algo
elitista […]. Porque además había bandas que no solo repetían mensajes ajenos
sino que querían ser como otros grupos, copiar la imagen, se vestían y actuaban
tal cual, tocando su cover
exactamente como aparecía en el disco. Agudo problema de identidad. Y sin
embargo, desde esa época se percibía en el ambiente que el público pedía y
esperaba canciones en castellano, deseo que no fue atendido por las bandas
locales.
Tan sentido habla el buen “Estanis” sobre las primigenias bandas de
música peruanas, la generación que tuvieron que representar y la fracción de
historia que les tocó vivir, que deja un sinsabor deprimente al leerle. Parece
estar tan seguro que el fantasma hippie
de los sesentas tenía una escala en nuestro país dentro de su espontánea
corriente libertadora del norte hacia tierras gauchas que originó el Rock
Nacional y estableció los pilares de la gigantesca cultura y la sofisticada
industria musical de la que gozan los argentinos. Parece ocultar la verdad que
opacó el escenario peruano ante la vista del fantasma hippie, parece querer gritar y golpear y asesinar al culpable.
…
–Me acerqué al rock subterráneo a través de un
primo mayor. Mis primeros contactos fueron casetes que nos intercambiábamos
amigos del colegio y del barrio y que grabábamos encima de las cintas
familiares –declara sosegadamente el periodista y literato peruano Ernesto
Carlín: saco encima de una camisa a cuadros, insignia del Sport Boys pendida de
la correa de su maleta. Semblante risueño siempre–. En mi época escolar fui a
un par de conciertos. Eutanasia si no me equivoco. Pero me regresaba bastante
temprano porque así estaban las cartas en mi casa. Era toda una aventura para
mí, pues era muy bacán salir de un contexto en el que no encontraba muchas
personas con mis mismos intereses, aunque sea por breve momento, a otro espacio
que en mi idealización sí había gente con mi mismo rollo. Ya cuando acabé el
colegio y estando en la universidad, fui algo más seguido.
Ernesto Carlín escribió Lima Subte inspirado por la muerte de Loquillo, uno de los iconoclastas más conocidos de la movida subterránea limeña –teniendo en cuenta que el que te conozcan más de diez personas bastaba para ostentar la categoría de “conocido” en este ámbito.
…
A finales de los ochentas fue que “Cachorro”, integrante de Narcosis y luego de Espirales y Feudales, se hizo
de un nombre en el santoral limeño subterráneo. Cachorro se dedicaba a traer discos caletas. Llegó a ser
competencia directa de las tiendas de casetes: desgraciados tocaban la puerta
de Cachorro todas las semanas para conseguir música. Su cuarto era el sueño de
todo adolescente solitario: lleno de cosas del Hombre Araña, afiches de
conciertos, una mujer y un varón en pleno acto sexual inmortalizados en forma
de cenicero, chucherías varias y música que nadie antes había escuchado sonando
siempre. Gracias a él y gente como él se iba formando el oído musical de
cientos de chicos y chicas que se iniciaban en la noble costumbre del sabueso
fiel a sus inclinaciones. Leo Bacteria, otro ícono de la movida, le incluyó en
Por Petit Thouars, canción que puso a la banda Pestaña en el mapa.
–En jato de sus viejos, él ya mayorcito y todo,
traía harta españolada en vinilo antes que se ponga de moda. Por Petit Thouars… mi avenida favorita… no
hay otra igual –corea Ernesto perdiéndose en un punto fijo en el aire–. En
algún momento me hice pata de variada gente relacionada a la movida. Carlos
Torres, por ejemplo, que ha escrito tanto sobre el fenómeno, es un muy buen
amigo que incluso ha presentado un par de libros míos. Claro que mis intereses
se dividían entre seguir al Sport Boys y los conciertos. Paré, por mi pata Carlos,
con la gente que tocaba en Espirales. Luego, por cosas de mi hinchaje,
frecuenté a Kimba de Leusemia, con quien fui al estadio un par de veces.
Algunas actitudes que les observé en esas salidas las usé de insumo para novelas
mías que he publicado y que tienen ese "contrabando ideológico".
Las primeras maquetas que circulaban de mano en mano fueron uno de los
momentos cumbres. “Parteaguas” como se le dice. Gracias al primer ataque
subterráneo con Leuzemia, Zcuela Crrada, Guerrilla Urbana, Narcosis, y luego el
segundo con otros 13 grupos, más las dos maquetas de Narcosis –La Primera Dosis
y Actos de Magia– y el disco de Leusemia, se va formando una tradición, un
conjunto de temas clásicos.
–Yo le sumaría la maqueta de Delirios Krónicos,
presente en el segundo ataque subterráneo, pero ese es mi gusto personal.
Recuerda que estamos hablando de la prehistoria, antes de Internet.
…
Jamás llegaron a Palacio. Jamás fueron escuchados de verdad. Pero jamás
fue el objetivo de su arte, no procesan lo que tiene que ver con política. Por
ahí alguien les dijo que significa “el arte de gobernar” y como a todo buen
arte que se da aquí, ellos resolvieron por pagar con la misma moneda:
Indiferencia.